lunes, octubre 26, 2009

Sigfrido
Arriba, en la montaña, el lugar donde las ninfas y los seres más mágicos del bosque habitaban, yacía la doncella rodeada en un círculo ardiente. Sigfrido se sacó su yelmo y anudó un pequeño pañuelo tapando parte de su rostro para no inhalar el humo que aquel fuego que lo separaba de ella desprendía. El abejaruco, con el que anteriormente había estado conversando, le incitó a meterse entre llamas para poder salvarla de aquel sueño que tenía.

Audaz, sin querer echar marcha atrás, dispuesto a cualquier peligro, se introdujo en la órbita. Una fuerte llamarada se elevó cuando afanosamente pretendió acariciar el cuerpo de ella. Forjando la espada, logró desligajarse de aquel centelleo que casi le cuesta la vida, pero no se rindió. Volvió a intentarlo, sosteniéndola en sus brazos. Poco tiempo después, logró retirarla de aquel lúgubre lugar, tirando de ambos cuerpos atolondrados por la espesura del bosque. La incorporó delicadamente sobre la colosal piedra y posó levemente los labios sobre su frente.

Cuando hubo logrado despertarla de su prolongado sueño, cruzó el anillo maldito que aún conservaba por el dedo anular de ella, para hacerle recordar para siempre quien le había redimido de su terrible estancia entre las llamas, pero un escalofrío invadió todo el interior de Sigfrido, dejándole sin alma, sin aliento, sin vida. Había encontrado su verdadero amor y las premoniciones del pájaro de colores parlante habían sido ciertas.
M. Àngels Ranchal
Sigfrido

Muchos años habían pasado desde que Sigfrido abandonó la fragua de Mimir, el enano Nibelungo, y había matado al dragón. Ahora el audaz héroe cabalgaba a lomos de su valeroso caballo, Grani, atravesando el espeso bosque en el cual había penetrado siguiendo los rumores que los aldeanos del último pueblo en el que había acampado le contaron: un ogro atacaba las tierras del otro lado del bosque e impedía que pudieran viajar allí y hacer comercios con ellos. Sigfrido, impulsado por su deseo de ayudar a la gente y por demostrar su poder delante de aquél pueblo, decidió adentrarse en la espesura del bosque y visitar la ciudad vecina con el propósito de acabar con el ogro.

Cuando salió de aquél bosque, los rayos del sol le dañaron los ojos, pues las altas ramas de los árboles se encontraban tan juntas y eran tantas que no habían dejado pasar los rayos del sol. Su yelmo mágico le daba esta vez la apariencia de un hombre adulto con una barba abundante y negra que le caía desordenadamente por su pecho, un bigote igual de largo y unas cejas gruesas del mismo color que su barba. Bajo éstas, sus ojos fieros de color azul observaban las desoladas tierras, donde una alfombra de cadáveres reposaba en el suelo ennegrecido por el fuego que ardía alimentándose de las casas de madera. A lo lejos una montaña humeante podía verse y, sin pensarlo dos veces, el hombre agitó las riendas de Grani y saltó por encima de los cadáveres, guiado por su curiosidad. Cuando llegó al pie de la montaña, bajó de un salto del caballo, pues a pesar de su valor, ante tal montaña y prediciendo los peligros que ésta aguardaba, Grani se mostraba receloso. Sigfrido dejó allí a su caballo y comenzó a escalar la montaña humeante con agilidad, agarrándose a las piedras puntiagudas para impulsarse. En poco tiempo había alcanzado la mitad de esa montaña, y unas gotas de sudor se deslizaban por su frente para caer en la espesa barba y allí desaparecer. Hubo un momento en el cual una roca cedió bajo su peso y el vástago de Sigmundo perdió el equilibrio y rodó unos metros por las piedras, abriéndose algunas heridas superficiales en los brazos hasta que consiguió aferrarse con fuerza a un saliente. Unas horas más tarde llegó a la cima de la montaña, la cual era totalmente lisa. En el centro, un fuego ardía hecho con los restos del pueblo de abajo y una colosal criatura se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas, observando el baile de sobras que salían del fuego y cocinando a una vaca que había ensartado con un tronco pulido por él mismo. El gigantesco ser tenía una piel gruesa de color gris, no iba vestido y no tenía pelo en ningún lugar del cuerpo. Sus ojos eran pequeños y no tenían el brillo de la inteligencia. Cuando se dio cuenta de la presencia del valeroso héroe, emitió un gruñido y se puso en pie haciendo temblar la montaña entera. El monstruo medía más de cinco veces la altura de Sigfrido. El joven héroe blandió su espada por encima de la cabeza y el anillo maldito que llevaba en el dedo índice brilló deslumbrando al ogro que interpuso una mano enorme entre los ojos y el reflejo de la luz solar. En ese momento, el indomable monstruo se abalanzó sobre el héroe lanzando un grito potente y grave al aire. Sigfrido no pudo esquivarlo y recibió el golpe cayendo lo con unos cuantos huesos rotos. El gigante, perdiendo el interés sobre esa criatura débil y prácticamente sin carne se alejó sentándose de nuevo junto al fuego y volviendo la atención a la vaca.

Sigfrido cayó rodando por la montaña empeorando sus heridas y rompiéndose más huesos. La hierba amortiguó su caída y la hizo insonora, pero cuando el héroe llegó al suelo ya estaba muerto. Una ninfa salió del bosque al escuchar movimiento en esa montaña humeante, y cuando llegó al pie de ésta encontró a Sigfrido muerto. Lo cogió entre sus brazos y lo llevó al bosque donde se celebró un funeral entre todos los espíritus del bosque y ninfas y el cuerpo del antiguo héroe fue sepultado entre las hojas que en el otoño pasado habían caído. Así murió Sigfrido, hijo de Sigmundo, asesino del gigante que se transformó en dragón, Farnir. Algunos dicen que la muerte estaba escrita desde que el anillo maldito brilló sobre el dedo del héroe, pero no hubo nadie allí para afirmarlo.
Alejandro Mateo

Sigfrido y el dragón

El sol resplandeciente despertó a Sigfrido de un sueño profundo durante el cual recordó la leyenda del anillo maldito de los nibelungos.


Desde que podía entender el idioma de los pájaros, Sigfrido, con miedo a su terrible futuro, se escondía con Mimir en su fragua, ambos trabajaban afanosamente forjando espadas y yelmos para guerreros sin un destino conocido. Temeroso, solo salía cuando era necesario comprar herramientas o para ir a buscar alimento. Mimir le miraba de reojo negando con la cabeza, pensando: “Este chico fue en un tiempo no tan lejano un astuto y audaz guerrero, pero se ha perdido en la oscuridad de su triste final”.


Los pedidos escaseaban en la fragua y Sigfrido mataba el tiempo contando las hojas caídas en el suelo. Un día Mimir se le acercó lentamente por detrás y le incitó a que fuera a dar un paseo por el bosque. Él se negó en redondo pero Mimir insistió y al fin Sigfrido se levantó y echó a andar hacia la arboleda. Caminó con pesadez, al fin llegó a un pequeño claro donde, para su sorpresa, un mujer joven estaba tendida, por su ropa Sigfrido supo que era una campesina. El cuerpo hizo ademán de levantarse, con un gran calambre recorriendo-la , después cayó inerte al suelo. Sigfrido se acercó, poco a poco, al cuerpo hasta que una colosal serpiente de color amarillo y rojo le paró en seco. Enseñó sus grandes dientes afilados al mismo tiempo que el cuerpo de la mujer volvía a tener un espasmo. Sigfrido miró a su alrededor y blandió un palo. La lucha fue intensa pero al fin Sgfrido le dio en la cabeza y la serpiente cayó muerta al lado de la mujer. Sin tempo de secarse el sudor, corrió hasta llegar al lado de la joven y se arrodilló a su lado, era hermosa. Sigfrido se fijó en su muñeca y horrorizado vio los dos puntos negros de la mordedura de serpiente. Con un rápido movimiento se llevó la muñeca de la mujer a sus labios y succionó todo el veneno.
Se despertó respirando entrecortadamente, la luz de la Luna iluminaba el claro. Le dolía el cuerpo, al acordarse de los sucedido se tocó la muñeca y vio a su lado a un joven de su edad con sangre, su sangre, en la boca. Lo tocó, estaba frío, no estaba.

Júlia Gil